Demasiada indecencia



Por: Jorge Luis Ortiz Delgado




He venido rehusando amablemente cualquier ofrecimiento que pudiera distraer mis lecturas febriles en la soledad de mi habitación, sin ruidos mediáticos ni inapetentes periódicos que para los demás, personas de indudable generosidad, podrían hacer, en apariencia, menos triste esta condición de náufrago citadino.




Pero trabajar en una pequeña urbe de la sierra peruana, además de exiliar a uno de sus costumbres de metrópoli, eventos culturales, ocasionales reuniones de café y esporádicas visitas al cine, ha significado –ante todo– un encuentro con la patria a la que uno acude cuando no se siente de ningún lado.




Esa patria son los libros. Pero a esta soledad, por supuesto, hay que sumarle un aliado necesario y a veces insufrible: el lugar, la geografía, esa mezcla de altura desafiante, aguacero constante y gélido viento nocturno que apresuran mi encierro, mi abrigo y el inicio de varias horas de hipnotizante lectura.





El silencio inusual de un hombre habituado al bullicio de las noticias diarias, altisonantes algunas como el rezongo espetado del Rey Juan Carlos de España a la insoportable charlatanería de Hugo Chávez en la última Cumbre Iberoamericana, o las amenazas semanales del gobierno iraní con su producción nuclear.





Es un compañero que ensancha esta habitación de tres por cuatro metros, y además de una cama, un ropero de puerta con espejo, una pequeña mesa cuadrada y una silla como velador, hay espacio para la fabulación de varios escritores, las crónicas de algunos periodistas, los ensayos de ciertos filósofos, los poemas inéditos de vates redescubiertos y, claro está, también para las indecencias de Bukowski.




Los escritos de un viejo indecente (1969) es el recuento de los artificios de un narrador que no por ser marrulleros dejan de ser francos, desconectados de toda mesura y vertiginosamente atrevidos.





Es el confesionario de un viejo artero con piel de rinoceronte que, metafóricamente, le cuenta a una sociedad de valores embusteros –desde su irónica mirada– que todas sus hijas amparadas en un extraño conservadurismo han pasado por sus sábanas: las bellas y delicadas, las feas pero respetadas, las insurgentes pero melancólicas, las putas de oficio y las de anillo, las hostiles y pacíficas, las de nombre perfecto y tetas más perfectas todavía.





Jugarle al número de la incertidumbre en el tablero de la vida segura, rutinaria pero segura, es la apuesta a la que ya maduro, Bukowski, se lanza para entregarle a la escritura sus mejores años de salvaje producción literaria.





Precisamente por el año en que terminó Escritos de un viejo indecente, Bukowski a sus 49 años, abandonó el modesto trabajo en la oficina de correos en Los Ángeles –ciudad en la que toman lugar gran parte de sus vencidas hazañas– para escribir sin contratiempos.





Este juego puede verse muy bien retratado en una de las cartas que, con la misma voz desvergonzada de su bibliografía, escribe: "tengo dos opciones, permanecer en la oficina de correos y volverme loco… o quedarme fuera y jugar a ser escritor y morirme de hambre. He decidido morir de hambre."





Bukowski era un hombre despreocupado por la respetuosa e infame atención de la crítica, los amigos y hasta de sí mismo. No guardaba consejos para nadie, sin embargo, los daba.




Y si existe alguna tarea en la lectura para aprender algo, alguna lección de sensatez o quizá, simplemente, de buen gusto, él proponía a Kafka completo, El Extranjero de Camus (según Bukowski, y en tono de alegoría, Camus no murió verdaderamente en un accidente de tránsito, sino, cuando empezó a hacer discursos en las academias; allí, decía él, murió el escritor), obras como Crimen y Castigo y los cuentos cortos de Turgeniev.




Ahora bien, desaconsejaba, con una gracia ácida, autores como Bernard Shaw: frustrada conexión de lo político y lo literario que deviene pomposidad. Y si las referencias son políticas, con un plumazo de tinta, podìa firmarle sentencias destempladas a figuras resonantes como Carlos Marx: ...es sólo tanques cruzando Praga.




Se resistía a la obra de Faulkner, y no destronaba a Hemingway del podio que la gran Literatura le había granjeado.





La "revolución" es la inmolada en sus lúcidas indecencias. La marca que deshabita de humanidad y racionalidad al ser humano, del que se avergonzaba como especie y contra la que lanzaba epítetos rayanos a la imprecación seca, desaforada y rutilante tenía como fuente la realidad de la revolución comprometida en las letras y en la vida misma.






La primera como fracaso literario y la segunda como génesis de ríos de sangre persiguiendo cambios a punta de bayonetazos por un malhadado romanticismo fluyendo como música en los oídos de los caudillos, multiplicando imágenes de hombres torturando hombres, hombres que matan algo sin asegurarse de tener (otro) algo mejor con qué sustituirlo.





La lluvia siempre me ha traído sensaciones de vida desganada, y de muerte lenta, insuficiente y vallejiana (Perdóname Señor: qué poco he muerto!). Hace algunos minutos el sonido de las gotas atropellándose en su desenfrenada carrera por llegar a mi techo de madera ha venido a llenar el vacío de este extinguible silencio.





Ahora escribo, con lápiz, en la parte inferior de la página de los Escritos... dedicada al diálogo de un viejo de preámbulos carnales y su falsa víctima: Obituario de un hombre farsante: Sólo hay lugar para la argucia y el encanto, si además de esta tumba la cama también se hace final de cualquier camino.




Estoy inconforme con esta habitación de tres por cuatro, con el espejo del ropero que me refleja incompleto (si muestro mi cabeza recorto mi pecho, si dilato el pecho me vuelo los sesos), con esta mesa cuadrada de ángulos mordidos, con esta silla única en el mundo desde que sobre ella está la primera fotografía de mi hija (la mejor de mis indecencias), y con este pálpito de noche larga y apremiante.





Estoy inconforme con esta cruel petulancia y la inquebrantable evidencia de que escribo mejor, aunque siga hablando, titubeando y rabiando como un niño. Quiero irme, correr el pestillo.





Desgañitarse es una opción válida pero incivilizada. Escribir sería lo correcto. Me voy para escribir, entonces. Hago la maleta, quiebro el espejo con una sonrisa justiciera (mentira, vengadora).Digo adiós a una cama desairada, con mi huída levanto polvo donde no lo hay.




Afuera, una gota, la que no tenía que mojarme, me detiene. Regreso. Página sesenta y siete: Sólo hay un lugar para escribir, SOLO ante una máquina.




El escritor que tiene que irse a la calle es un escritor que no conoce la calle. CUANDO DEJAS TU MÁQUINA DEJAS TU AMETRALLADORA Y LAS RATAS INVADEN. La lluvia no cesa, la puerta, abierta... y el viento sopla demasiado fuerte esta noche…




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